I Antología del Movimiento Internacional de Escritoras "Los puños de la paloma"

Norma Segades - Manias (Argentina)



(Santa Fe, Argentina) Poeta, narradora, ensayista, periodista cultural.
Directora de Gaceta Literaria Virtual. Directora de Editorial Alebrijes.
Coordinadora Movimiento Internacional de Escritoras "Los puños de la paloma"
Libros publicados: *Más allá de las máscaras, *El vuelo inhabitado, *Mi voz a la deriva, *Tiempo de duendes, *El amor sin mordazas, *Crónica de las huellas, *Un muelle en la nostalgia, *A espaldas del silencio, *Desde otras voces, *La memoria encendida, * A solas con la sombra, *Bitácora del viento, *Historias para Tiago y *Pese a todo (CD)


Ana Soto.

Venezuela (Barquisimeto)

Llevándose a la muerte las letras de su nombre verdadero, la cacica Ana Soto, jefa de los indómitos cámagos y gayones que lucharon bajo su mando contra los encomenderos españoles en defensa de libertad y territorio, ha sido condenada a morir por empalamiento. En Barquisimeto, amanecía el días 6 de agosto de 1668.

No aullaré de dolor
pariré al viento mi grito de guazábara,
mi grito de guerrillera indómita, salvaje,
condenada al tormento de la carne horadada por una pica abrupta
antes que por ser odio,
por ser hembra;
y por haber alzado rebeliones contra el agravio de sus encomiendas
ávidas de cosechas,
de terrones,
de espaldas doblegadas bajo el látigo que traza cicatrices,
nervaduras,
sobre las desolladas obediencias.
Me llaman Ana Soto,
la cacica con dos mil voluntades a su mando escindiendo grilletes,
eslabones.
Me llaman Ana Soto,
la insurgente,
sentenciada a esta muerte,
a esta deshonra de vértices,
de crestas sin fronteras,
a esta muerte alevosa,
a esta muerte,
de coágulos oscuros,
de estertores rodando entre los muslos afiebrados,
arrastrando las letras de mi nombre entre los ecos de sus carcajadas que huelen a inmundicia y a blasfemia.
No aullaré de dolor.
Morderé el labio hasta dejar las huellas de los dientes en el hueco amarillo,
en las espiras,
en la médula misma del silencio
en las esferas rotas del olvido donde he de redimir tanta tiniebla;
desafiando el olor de la derrota a pura luna,
a voluntad tajante,
a zarpazos de arcilla en rebeldía
presintiendo la edad del latrocinio desde este horror de cruenta empaladura,
esta infamia de vísceras abiertas.


Minerva Mirabal.

República Dominicana (La Cumbre)

El 25 de noviembre de 1960, Minerva Mirabal, defensora del ideal de un gobierno democrático, muere destrozada a golpes antes de ser arrojada a un precipicio dentro del vehículo en el que viajaba junto a dos de sus hermanas. Tenía 34 años.

Morir así,
de sangre estrangulada,
impulsada
a empellones
por sicarios que me conducen fuera del camino
para que no presencie el sacrificio de mis desventuradas compañeras
ni contemple sus crueles agonías.
Morir así,
de hueso machacado,
observando tus manos de verdugo consumar los rituales de la sombra,
ultimar mi esperanza en la espesura,
cumplir cada precepto de los odios con mazazos de furia desmedida.
Morir así,
de corazón marchito,
de desafiar las voces del tirano,
de promover lecturas que entretejan la pura resistencia de los sueños,
desvergonzadamente transeúnte de mis desvergonzadas rebeldías.
Morir así,
de libertad llameante,
cayendo a las entrañas del abismo en un vuelo de espanto amortajado,
culpable de atreverme a la defensa de tantos ideales prisioneros entre murallas de penitenciarías.
Morir así,
sintiendo que es inútil empecinar el llanto
o la plegaria
ante este ardor de brazos indefensos,
párpados tumefactos,
estertores,
gargantas taladradas por el vómito,
úlceras detonando en las mejillas.
Morir así,
sabiendo que es inútil,
en esta latitud del exterminio,
hallar otro refugio que el silencio
porque esta dignidad será estandarte
flameando en el lugar donde la infamia alza tu acantilada alevosía.
Minerva Mirabal,
ese es mi nombre.
Soy el rostro que rondará tus noches cuando las lunas del remordimiento desborden la orfandad de tus trincheras con la memoria de mis cicatrices.
Soy quien habitará tus pesadillas.


Rosa Lee Parks

Estados Unidos (Alabama)

El 1 de diciembre de 1955, Rosa Lee Parks, militante por los derechos de las personas de color, se niega a ceder su asiento de colectivo a un hombre blanco que se lo reclamaba en función de la ley. Tenía 42 años.

Regreso arrebujada en un cansancio que llega de otras lunas,
de otros tiempos,
de otras tumbas con nombres olvidados,
de otros pies mutilados por machetes,
de otras espaldas casi desolladas por la furia del látigo infamante.
Regreso arrebujada en un cansancio que llega de otros rostros,
de otras pieles,
de otro temblor de carne con gusanos padeciendo en la entraña de algún barco
antes de ser hundido en el oleaje como ofrenda al demonio de la sangre.
Regreso arrebujada en un cansancio que llega de otros días,
de otras muertes,
de otras mujeres rotas,
degradadas por la lujuria hipócrita del amo
y su crueldad de estupros,
sodomías,
prepotencias de falo amenazante.
El autobús recorre,
lentamente,
los tranquilos suburbios de Alabama
mientras me esfuerzo en recordar los sones de la canción de cuna que entonaba antes que me raptaran de mis sueños
y arrojaran al viento mi lenguaje;
antes que sometieran,
con cadenas,
la natural cadencia de mis pasos
antes que me prohibieran las miradas,
compartir las aceras,
la enseñanza,
yacer en el pesar de la fatiga sin abonar el diezmo de un ultraje.
Entonces miro al hombre que me mira reclamando una huella de obediencia
y escucho un no viniendo desde lejos,
un no seguro,
sólido,
prolijo,
capaz de cercenar cada cerrojo con filos de igualdad inexorable.
Y yo,
Rosa Lee Parks,
la costurera,
ante el asombro gris de los viajeros,
aguardo por la ley
y los garrotes
y las noches de cárceles estrictas
y el murmullo de un pueblo en movimiento reclamando sus hoscas libertades.

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